martes, 10 de septiembre de 2013

Sobre la amistad



Desde hace algunos años (siempre volátiles en mi memoria) hallo en mí la tendencia inevitable de leer varios libros al mismo tiempo. Mi conclusión o, mejor dicho, diagnóstico con respecto al asunto es el siguiente: una fuerza motriz, ora extraña y recelosa, ora familiar y placentera, empuja mi mente a alimentarse con nuevas y retadoras ideas en un intento de disminuir la ignorancia que me envuelve y los olvidos que me torturan. Comento todo esto en aras de aclarar las condiciones que fraguaron mi reflexión sobre el tema del presente post: la condición psicológica, emocional y filosófica que guarda el fenómeno 'amistad'.1


Precisamente, los tres libros que en la actualidad estoy siguiendo –cuan pichón sediento de vuelo– aluden a la cuestión de la amistad central o colateralmente. Hablo de (1) "Sobre la amistad" de Pedro Laín Entralgo, (2) "Las doctrinas existencialistas" de Regis Jolivet y, por último, (3) "El camino del Zen" de Allan Watts. Puesto que tres son, como puede observarse, las obras indagadas, tres van a ser los párrafos seleccionados para el desarrollo de las reflexiones objeto de estudio. En cuanto al procedimiento se refiere, presentaremos primeramente los textos por separado de cada libro para, despacito pero con buena letra, desglosar las reflexiones que a raíz de ellos se tercien. Con posterioridad, se establecerán las relaciones o comparaciones pertinentes. Vayamos por orden:

(1) El libro "Sobre la amistad" de Pedro Laín Entralgo2 nos dice:

<<La verdad es que en cualquier amistad particular uno es amigo de algo que no se realiza íntegra y acabadamente en el individuo humano a que él llama “amigo”. Si lo amistoso –esto es: aquello que es capaz de suscitar nuestra amistad– se realizase en un amigo de manera íntegra y acabada, en él se saciaría del todo y para siempre nuestro apetito de amistad.>> (p. 36)



Veamos. En este párrafo varias son las consideraciones a tener en cuenta: por un lado, que la relación de amistad se establece en un marco circunstancial –o psico-emocional– que supera o va más allá de lo puramente semejante. Es decir, la condición de amistad no radica –por lo menos, no únicamente– en la relación de “lo semejante con lo semejante”, sino más bien en la atracción por lo diferente o carente; sería, entonces, un correlato de “la diferencia con la diferencia”. En este sentido, lo que nos mueve a relacionarnos con determinadas personas y a establecer, pues, vínculos amistosos son las diversidades que nos complementan3. Ahora bien, una podría decir, por otro lado, que el complejo y vasto tapiz de la amistad no se teje solamente con el “hilo de las diferencias”, también requiere el “hilo de las semejanzas”, esto es, la familiaridad espontánea con la naturaleza de la otredad.

Cabe decir, en virtud de la diferencia que nos complementa, que lo carente en nosotros puede verse paliado por la relación con el otro, por lo que, consecuentemente, puede afirmarse que existe una condición de reciprocidad subyacente tanto en las semejanzas –donde es más explícito– como en las diferencias. Lo que sería menester resaltar con todo ello es, en definitiva, que las diferencias que un individuo halle en su congénere pueden causar satisfacción por dos razones: bien por la posibilidad de desarrollar la peculiaridad ajena en nosotros mismos a través de un ejercicio de mimetismo o empatía con “el otro”, bien por el mero place de contemplar benévolamente en el amigo lo que uno no posee.

A este respecto, me gustaría subrayar una última idea ya que, si bien lo que nos motiva a relacionarnos con los demás es aquello que nosotros no somos y aspiramos ser, considero que la construcción de amistades sanas conlleva –en mayor o menor medida– la aceptación de una diferencia que, pudiéndose o no integrar en nosotros mismos, el otro representa de forma vitalmente enriquecedora.

(2) Por otro lado, en "Las doctrinas existencialistas", de Regis Jolivet, encontramos lo siguiente:

<< (…) “estar delante de otro como una elección viviente”, y esperar del otro la misma respuesta y la misma libertad, condicionando una elección que le hace a su vez un “sujeto”. Toda relación de influencia es, pues, necesariamente del tipo “tú” y “yo”. (…) “Comunicar con otro es hacerle existir. Pero hacerle existir es también hacerse existir a sí mismo”. (…) Cada uno (…) abunda en su propia personalidad en la misma medida en que acoge la del otro y se abre a su llamada. Aquí la distancia es acercamiento; el intervalo es contacto; la dualidad es unidad, y la unidad, distinción.>> (p. 56)

Autor: Klimt, El abrazo.

Además del carácter poético que se respira al leer el texto, de nuevo, aparece la noción constitutiva de la amistad basada en el reconocimiento del otro, esto es, de una otredad que se erige como condición de posibilidad de lo que somos. En otras palabras, en tanto que el otro me reconoce, yo existo, y viceversa; en la medida en que yo existo, el otro se da a conocer como sujeto distinto de lo que yo –también como sujeto humano– soy4. Puesto que se trata de un estado de reciprocidad, “hacerle existir es también hacerse existir a sí mismo”. Otra idea a destacar del texto es que esa propiedad de la amistad que supone hacer del otro alguien reconocible e identificable se manifiesta, como requisito indispensable, en la comunicación. “Comunicar con otro es hacerle existir” y, por tanto, el diálogo –amable, habremos de añadir– aparece como elemento consustancial de la relación amistosa.

Paralelamente, cabe hacer hincapié en un fundamento de la amistad esencial: la elección. “Estar delante del otro como una elección viviente”, dice Kierkegaard. Nosotros elegimos quiénes conformarán el círculo de amistad que nos circunda y envuelve día tras día; he aquí el componente de la libertad. Puesto que, si bien no tenemos la potestad de elegir a nuestros familiares, gozamos del privilegio de elegir a nuestros amigos, elijamos, a poder ser, bien. Siguiendo esta idea, y más allá del aprendizaje que una “anómala” elección pueda conllevar, les animo a que construyan amistades de tal forma que cada uno ahonde “en su propia personalidad en la misma medida en que [sea acogida] la del otro”.

(3) Por último, de "El camino del Zen" de Allan Watts, destacamos:

<<Pero las convenciones que rigen la identidad humana son más sutiles y mucho menos patentes (…). Aprendemos cabalmente, aunque de modo mucho menos explícito, a identificarnos con una concepción igualmente convencional de “yo mismo”. Porque el “yo” o “persona” convencional se compone principalmente de una historia que consiste en una selección de recuerdos y que comienza con el momento del parto. Según la convención, yo no soy simplemente lo que estoy haciendo ahora. Soy también lo que he hecho, y esa convención de una versión que hace que mi pasado casi parezca ser mi “yo” real más que lo que yo estoy haciendo en este momento. En efecto, lo que “soy” parece ser fugaz e intangible, pero lo que “fui” es algo fijo y definitivo. Es la base firme para predecir lo que seré en el futuro, y así resulta que estoy más íntimamente identificado con lo que ya no existe que con lo que realmente es.>> (p. 12).


Si bien, como puede constatarse, los textos anteriores aludían a lo que la amistad es o puede llegar a ser, el texto de Watts queda destinado enteramente al “yo”. Dado que la amistad, viendo lo visto, emerge de la interacción entre dos o más seres, esto es, se fundamenta en varios “yo”, la magnitud “yo” merece una mención especial, genuinamente distintiva.

Lo que se quiere poner de manifiesto, a nuestro entender, en las palabras iniciales de “El camino del Zen” es que el “yo” es un producto social y, como tal, deriva de una serie construcciones convencionales. Dejando a un lado los debates concernientes a la realidad ontológica5 del “yo” o los “yoes” (palabra inventada), no podemos negar que la identidad del yo, es decir, lo que a éste le define, presenta un conjunto de atributos propios de la cultura: hombre/mujer, hermano/madre, heterosexual/homosexual, sano/enfermo, casado/soltero, trabajador/estudiante, alegre/triste, simpático/antipático, rico/pobre, por citar algunos ejemplos. Podrá comprobarse, con todo, que allá donde algunos atributos son forjados sobre la base de unas determinadas condiciones fisiológicas, otros se confeccionan a partir de estados sociales, sin olvidar aquellos que se fundamentan en la retroalimentación de lo social con lo fisiológico (hablamos del ámbito psico-emocional concretamente).

Ahora bien, lo que con estas consideraciones pretendo enfatizar es que esa construcción del “yo” –que, recordemos, es la unidad básica constituyente de la amistad– es generada y, por tanto, corresponde a unas normas sociales de significación, regulación y conocimiento del mundo delimitadas. Es una configuración de lo que somos arraigada, en el caso de la tradición Occidental, al pasado: “resulta que estoy más íntimamente identificado con lo que ya no existe que con lo que realmente es”. Y yo me pregunto: ¿hasta cuándo, queridas amigas, hemos de ser tratadas, vistas, juzgadas –cultural, psicológica o emocionalmente– por aquello que fuimos o hicimos en el pasado?, ¿es “lo que ha sido” el tiempo más importante de nuestra vida?, ¿es más relevante “lo que será” en esta existencia que nos sostiene? Porque, si nos acercamos al nódulo de la cuestión, como tan afamadamente se oye por “ahí”, sólo existe el presente; pasado y futuro, en consecuencia, no dejan de ser un cúmulo de recuerdos y un amasijo de expectativas respectivamente, planteadas siempre desde un momento presente.

Con todo ello quiero transmitir, apreciadas merodeadoras, que el ejercicio vital más arduo con el que quizás una pueda toparse (“ataraxias” a un rincón) es aquel relativo a la suspensión de juicios –pasados–. La realidad, ciertamente, parece perder frescura con la telañara de nuestro pensamiento: ni el sonido del agua caída se oye tan nítidamente, ni el verdor de la hoja encandila tanto en su brillantez, ni la mirada del amigo es tan sincera. Y no es poesía de lo que aquí hablo, o creo hablar. Sé que liberarse de todo prejuicio y, mejor aún, de todo juicio o experiencia pasada es harto difícil; pero, para algunos, la asunción del momento presente desde un estado psico-emocional abierto se torna imprescindible para la construcción de identidades personales sanas y, en consecuencia, de relaciones interpersonales fructíferas. Téngase en consideración que no hablo de una renegación del pasado, sino, más bien, de un respeto al presente, a lo que somos y a lo que podremos ser, libres de los yugos que el pasado y otros puedan hacernos lastrar.

Sin más, un abrazo repleto (se rebosa) de buena amistad.

JZRP





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1 Claro está, sin embargo, que en un modesto enlace como el presente es imposible abordar con totalidad la pluralidad de estas condiciones de las que hablamos. A este respecto, el libro de P. Laín Entralgo es, cuanto menos, una obra en plenitud dedicada a la dimensión filosófica de la amistad (325 páginas).

2 Llegados a este punto, no puedo más que permanecer en la dulce tesitura de quien se muestra agradecida por la forma en la que este libro ha llegado a su regazo: gracias querida, amiga, compañera, adepta, cómplice, Adassa; por adquirir este libro a modo de brindis dada la “bonita y sana” (palabras tuyas escritas) amistad que todas las merodeadoras profesamos.

3 Esta noción sobre la tendencia a perseguir aquello de lo que uno carece pero que, sin embargo, aparece en potencia como lo que uno puede poseer, queda muy bien reflejado, acorde con P. Laín Entralgo, en las consideraciones platónicas sobre la “phília” y el “érôs”. Así pues, para el filósofo griego la “phília” (amor fraterno, amistoso) –como el “érôs” (amor romántico) viene a ser aquel impulso por el cual la especie humana se mueve hacia su plenitud; primero, en comunión con su alma amiga y, segundo y como consecuencia de ello, en la retoma de su propia naturaleza originaria (arkhaía physis). Coherentemente, en palabras de Platón, la amistad supone “la perfección de la naturaleza humana en las individualizaciones de esa naturaleza que son los amigos” (cita en `Sobre la amistad´, p. 37).

4 La denominada Teoría de la Mente (ToM), ya comentada en otros enlaces anteriores, se basa, precisamente, en el reconocimiento de las diferencias –corporales, psicológicas, emocionales,…– para determinar la posibilidad de atribuir estados mentales a personas ajenas. Así pues, “yo” soy “yo” en la medida en que “tú” eres “tú”, individuo separado (al menos perceptiblemente) de mí y, por tanto, independiente de lo que yo soy. Téngase en cuenta que hasta los tres años, aproximadamente, el ser humano no es capaz de entrever los estados mentales o emocionales de los demás, sencillamente, porque tampoco es capaz de captar el entramado psico-emocional que le es propio (de ahí que los niños/as se refieran a ellos mismos casi siempre en tercera persona, en vez de en primera).

5 Puede entenderse, en concordancia con la definición del diccionario filosófico de Ferrater Mora (1983), laontología” como el estudio del “Ser” propiamente dicho; del ser en cuanto ser manifiesto (existencia) o, también, del ser como fundamento del cual parte el resto de cosas (esencia).