Desde hace
algunos años (siempre volátiles en mi memoria) hallo en mí la tendencia
inevitable de leer varios libros al mismo tiempo. Mi conclusión o, mejor dicho,
diagnóstico con respecto al asunto es el siguiente: una fuerza motriz, ora
extraña y recelosa, ora familiar y placentera, empuja mi mente a alimentarse
con nuevas y retadoras ideas en un intento de disminuir la ignorancia que me
envuelve y los olvidos que me torturan. Comento todo esto en aras de aclarar
las condiciones que fraguaron mi reflexión sobre el tema del presente post: la
condición psicológica, emocional y filosófica que guarda el fenómeno 'amistad'.1
Precisamente,
los tres libros que en la actualidad estoy siguiendo –cuan pichón sediento de
vuelo– aluden a la cuestión de la amistad central o colateralmente. Hablo de
(1) "Sobre la amistad" de Pedro Laín Entralgo, (2) "Las
doctrinas existencialistas" de Regis Jolivet y, por último, (3) "El
camino del Zen" de Allan Watts. Puesto que tres son, como puede observarse,
las obras indagadas, tres van a ser los párrafos seleccionados para el
desarrollo de las reflexiones objeto de estudio. En cuanto al procedimiento se
refiere, presentaremos primeramente los textos por separado de cada libro para,
despacito pero con buena letra, desglosar las reflexiones que a raíz de ellos
se tercien. Con posterioridad, se establecerán las relaciones o comparaciones
pertinentes. Vayamos por orden:
(1) El libro
"Sobre la amistad" de Pedro Laín Entralgo2 nos dice:
<<La verdad es que en cualquier amistad
particular uno es amigo de algo que no se realiza íntegra y acabadamente en el
individuo humano a que él llama “amigo”. Si lo amistoso –esto es: aquello que
es capaz de suscitar nuestra amistad– se realizase en un amigo de manera
íntegra y acabada, en él se saciaría del todo y para siempre nuestro apetito de
amistad.>> (p. 36)
Veamos. En este
párrafo varias son las consideraciones a tener en cuenta: por un lado, que la
relación de amistad se establece en un marco circunstancial –o psico-emocional–
que supera o va más allá de lo puramente semejante. Es decir, la condición de
amistad no radica –por lo menos, no únicamente– en la relación de “lo semejante con lo semejante”, sino más
bien en la atracción por lo diferente o carente; sería, entonces, un correlato
de “la diferencia con la diferencia”. En este sentido, lo que nos mueve a
relacionarnos con determinadas personas y a establecer, pues, vínculos
amistosos son las diversidades que nos complementan3. Ahora bien, una
podría decir, por otro lado, que el complejo y vasto tapiz de la amistad no se
teje solamente con el “hilo de las diferencias”, también requiere el “hilo de
las semejanzas”, esto es, la familiaridad espontánea con la naturaleza de la
otredad.
Cabe decir, en
virtud de la diferencia que nos complementa, que lo carente en nosotros puede
verse paliado por la relación con el otro, por lo que, consecuentemente, puede
afirmarse que existe una condición de reciprocidad subyacente tanto en las
semejanzas –donde es más explícito– como en las diferencias. Lo que sería
menester resaltar con todo ello es, en definitiva, que las diferencias que un
individuo halle en su congénere pueden causar satisfacción por dos razones:
bien por la posibilidad de desarrollar la peculiaridad ajena en nosotros mismos
a través de un ejercicio de mimetismo o empatía con “el otro”, bien por el mero
place de contemplar benévolamente en el amigo lo que uno no posee.
A este respecto,
me gustaría subrayar una última idea ya que, si bien lo que nos motiva a
relacionarnos con los demás es aquello que nosotros no somos y aspiramos ser, considero
que la construcción de amistades sanas conlleva –en mayor o menor medida– la
aceptación de una diferencia que, pudiéndose o no integrar en nosotros mismos,
el otro representa de forma vitalmente enriquecedora.
(2) Por otro
lado, en "Las doctrinas existencialistas", de Regis Jolivet,
encontramos lo siguiente:
<< (…) “estar delante de otro como una
elección viviente”, y esperar del otro la misma respuesta y la misma libertad,
condicionando una elección que le hace a su vez un “sujeto”. Toda relación de
influencia es, pues, necesariamente del tipo “tú” y “yo”. (…) “Comunicar con
otro es hacerle existir. Pero hacerle existir es también hacerse existir a sí
mismo”. (…) Cada uno (…) abunda en su propia personalidad en la misma medida en
que acoge la del otro y se abre a su llamada. Aquí la distancia es
acercamiento; el intervalo es contacto; la dualidad es unidad, y la unidad,
distinción.>> (p. 56)
Autor: Klimt, El abrazo.
Además del
carácter poético que se respira al leer el texto, de nuevo, aparece la noción
constitutiva de la amistad basada en el reconocimiento del otro, esto es, de
una otredad que se erige como condición de posibilidad de lo que somos. En
otras palabras, en tanto que el otro me reconoce, yo existo, y viceversa; en la
medida en que yo existo, el otro se da a conocer como sujeto distinto de lo que
yo –también como sujeto humano– soy4. Puesto que se trata de un
estado de reciprocidad, “hacerle existir es también hacerse existir a sí
mismo”. Otra idea a destacar del texto es que esa propiedad de la amistad que
supone hacer del otro alguien reconocible e identificable se manifiesta, como requisito
indispensable, en la comunicación. “Comunicar con otro es hacerle existir” y,
por tanto, el diálogo –amable, habremos de añadir– aparece como elemento
consustancial de la relación amistosa.
Paralelamente, cabe
hacer hincapié en un fundamento de la amistad esencial: la elección. “Estar
delante del otro como una elección viviente”, dice Kierkegaard. Nosotros
elegimos quiénes conformarán el círculo de amistad que nos circunda y envuelve
día tras día; he aquí el componente de la libertad. Puesto que, si bien no
tenemos la potestad de elegir a nuestros familiares, gozamos del privilegio de
elegir a nuestros amigos, elijamos, a poder ser, bien. Siguiendo esta idea, y más
allá del aprendizaje que una “anómala” elección pueda conllevar, les animo a
que construyan amistades de tal forma que cada uno ahonde “en su propia
personalidad en la misma medida en que [sea acogida] la del otro”.
(3) Por último, de "El camino del Zen" de
Allan Watts, destacamos:
<<Pero las convenciones que rigen la
identidad humana son más sutiles y mucho menos patentes (…). Aprendemos
cabalmente, aunque de modo mucho menos explícito, a identificarnos con una
concepción igualmente convencional de “yo mismo”. Porque el “yo” o “persona”
convencional se compone principalmente de una historia que consiste en una
selección de recuerdos y que comienza con el momento del parto. Según la
convención, yo no soy simplemente lo que estoy haciendo ahora. Soy también lo
que he hecho, y esa convención de una versión que hace que mi pasado
casi parezca ser mi “yo” real más que lo que yo estoy haciendo en este momento.
En efecto, lo que “soy” parece ser fugaz e intangible, pero lo que “fui” es
algo fijo y definitivo. Es la base firme para predecir lo que seré en el
futuro, y así resulta que estoy más íntimamente identificado con lo que ya
no existe que con lo que realmente es.>> (p. 12).
Si bien, como puede constatarse, los textos
anteriores aludían a lo que la amistad es o puede llegar a ser, el texto de
Watts queda destinado enteramente al “yo”. Dado que la amistad, viendo lo
visto, emerge de la interacción entre dos o más seres, esto es, se fundamenta en
varios “yo”, la magnitud “yo” merece una mención especial, genuinamente distintiva.
Lo que se quiere poner de manifiesto, a nuestro
entender, en las palabras iniciales de “El camino del Zen” es que el “yo” es un
producto social y, como tal, deriva de una serie construcciones convencionales.
Dejando a un lado los debates concernientes a la realidad ontológica5 del
“yo” o los “yoes” (palabra inventada), no podemos negar que la identidad del
yo, es decir, lo que a éste le define, presenta un conjunto de atributos
propios de la cultura: hombre/mujer, hermano/madre, heterosexual/homosexual,
sano/enfermo, casado/soltero, trabajador/estudiante, alegre/triste,
simpático/antipático, rico/pobre, por citar algunos ejemplos. Podrá
comprobarse, con todo, que allá donde algunos atributos son forjados sobre la
base de unas determinadas condiciones fisiológicas, otros se confeccionan a
partir de estados sociales, sin olvidar aquellos que se fundamentan en la
retroalimentación de lo social con lo fisiológico (hablamos del ámbito
psico-emocional concretamente).
Ahora bien, lo que con estas consideraciones pretendo
enfatizar es que esa construcción del “yo” –que, recordemos, es la unidad
básica constituyente de la amistad– es generada y, por tanto, corresponde a
unas normas sociales de significación, regulación y conocimiento del mundo delimitadas.
Es una configuración de lo que somos arraigada, en el caso de la tradición
Occidental, al pasado: “resulta que estoy más íntimamente identificado con lo
que ya no existe que con lo que realmente es”. Y yo me pregunto: ¿hasta cuándo,
queridas amigas, hemos de ser tratadas, vistas, juzgadas –cultural, psicológica
o emocionalmente– por aquello que fuimos o hicimos en el pasado?, ¿es “lo que
ha sido” el tiempo más importante de nuestra vida?, ¿es más relevante “lo que
será” en esta existencia que nos sostiene? Porque, si nos acercamos al nódulo
de la cuestión, como tan afamadamente se oye por “ahí”, sólo existe el
presente; pasado y futuro, en consecuencia, no dejan de ser un cúmulo de
recuerdos y un amasijo de expectativas respectivamente, planteadas siempre
desde un momento presente.
Con todo ello quiero transmitir, apreciadas merodeadoras,
que el ejercicio vital más arduo con el que quizás una pueda toparse
(“ataraxias” a un rincón) es aquel relativo a la suspensión de juicios –pasados–.
La realidad, ciertamente, parece perder frescura con la telañara de nuestro
pensamiento: ni el sonido del agua caída se oye tan nítidamente, ni el verdor
de la hoja encandila tanto en su brillantez, ni la mirada del amigo es tan
sincera. Y no es poesía de lo que aquí hablo, o creo hablar. Sé que liberarse
de todo prejuicio y, mejor aún, de todo juicio o experiencia pasada es harto
difícil; pero, para algunos, la asunción del momento presente desde un estado psico-emocional abierto se torna imprescindible para la construcción de
identidades personales sanas y, en consecuencia, de relaciones interpersonales
fructíferas. Téngase en consideración que no hablo de una renegación del
pasado, sino, más bien, de un respeto al presente, a lo que somos y a lo que podremos ser, libres de los yugos que el pasado y otros puedan hacernos lastrar.
Sin más, un abrazo repleto (se rebosa) de buena amistad.
JZRP
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1 Claro está, sin embargo, que en un modesto enlace como el presente es
imposible abordar con totalidad la pluralidad de estas condiciones de las que hablamos. A
este respecto, el libro de P. Laín Entralgo es, cuanto menos, una obra en
plenitud dedicada a la dimensión filosófica de la amistad (325 páginas).
2 Llegados a este punto, no puedo más que permanecer en la dulce
tesitura de quien se muestra agradecida por la forma en la que este libro ha
llegado a su regazo: gracias querida, amiga, compañera, adepta, cómplice, Adassa;
por adquirir este libro a modo de brindis dada la “bonita y sana” (palabras
tuyas escritas) amistad que todas las merodeadoras profesamos.
3 Esta noción sobre la tendencia a perseguir aquello de lo que uno
carece pero que, sin embargo, aparece en potencia como lo que uno puede poseer,
queda muy bien reflejado, acorde con P. Laín Entralgo, en las consideraciones
platónicas sobre la “phília” y el “érôs”. Así pues, para el filósofo griego
la “phília” (amor fraterno, amistoso)
–como el “érôs” (amor romántico)– viene a ser aquel impulso por el cual la especie humana se mueve hacia su plenitud; primero, en comunión con su alma
amiga y, segundo y como consecuencia de ello, en la retoma de su propia naturaleza originaria (arkhaía physis). Coherentemente, en
palabras de Platón, la amistad supone “la perfección de la naturaleza humana en
las individualizaciones de esa naturaleza que son los amigos” (cita en `Sobre
la amistad´, p. 37).
4 La denominada Teoría de la Mente (ToM), ya comentada en otros enlaces
anteriores, se basa, precisamente, en el reconocimiento de las diferencias
–corporales, psicológicas, emocionales,…– para determinar la posibilidad de
atribuir estados mentales a personas ajenas. Así pues, “yo” soy “yo” en la
medida en que “tú” eres “tú”, individuo separado (al menos perceptiblemente) de
mí y, por tanto, independiente de lo que yo soy. Téngase en cuenta que hasta
los tres años, aproximadamente, el ser humano no es capaz de entrever los
estados mentales o emocionales de los demás, sencillamente, porque tampoco es
capaz de captar el entramado psico-emocional que le es propio (de ahí que los niños/as se refieran a ellos mismos casi siempre en tercera persona, en vez de en primera).
5 Puede entenderse, en concordancia con la definición del diccionario
filosófico de Ferrater Mora (1983), la “ontología”
como el estudio del “Ser” propiamente dicho; del ser en cuanto ser manifiesto
(existencia) o, también, del ser como fundamento del cual parte el resto de
cosas (esencia).