Cada
uno de nosotros existe durante un tiempo muy breve, y en dicho intervalo tan
sólo explora una parte diminuta del conjunto del universo. Pero los humanos
somos una especie marcada por la curiosidad. Nos preguntamos, buscamos
respuestas. Viviendo en este vasto mundo, que a veces es amable y a veces
cruel, y contemplando la inmensidad del firmamento encima de nosotros (…).
Con este interesantísimo párrafo
comienza su libro el científico celebérrimo Stephen Hawking y su compañero,
físico teórico, Leonard Mlodinow. El libro, llegado a mí a través de una de las
merodeadoras en este blog presente, se denomina El Gran Diseño (2010).
Una de las explicaciones –como otras
del libro, tan loablemente pedagógicas– que con más ímpetu ha removido mi
atención concierne a la teoría ondulatoria de la luz. ¿Teoría ondulatoria de la luz, pero esto a qué viene ahora?, podrás
preguntarte mientras una ceja se torna irónica en tu rostro. La razón es bien
sencilla –y no simple–: los autores, en el momento de desarrollar un ejemplo
sobre los procesos constructivos y destructivos de interacción ondular, aluden
a las relaciones interpersonales. Hete aquí la prueba:
Pero, antes de adentrarnos en el
extraño mar, veces turbulento, veces sosegado, de las relaciones (inter)personales,
mejor atender las siguientes palabras (pinceladas que ayudan a darnos un
panorama lógicamente asequible sobre la teoría objeto de estudio):
Según la teoría ondulatoria de la luz, los
anillos claros y oscuros [denominados formalmente `Anillos de Newton´] son causados por un fenómeno llamado
interferencia. Una onda, como por ejemplo una onda de agua, consiste en una
serie de crestas y valles. Cuando las ondas se encuentran, si la crestas
corresponden con las crestas y los valles con los valles, se refuerzan entre
sí, dando una onda de mayor amplitud. Esto se llama interferencia constructiva.
(...) En el extremo opuesto, cuando las ondas se encuentran, las crestas pueden
coincidir con los valles de la otra. En este caso, las ondas se anulan entre sí
(...) Dicha situación se denomina interferencia destructiva (p. 64-65).
Es aquí cuando podemos volver la
mirada a la imagen anteriormente señalada: tal
y como ocurre con las personas, escriben los físicos, cuando las ondas se encuentran tienden a
reforzarse o a anularse mutuamente. Esto conlleva plantearnos una
retadora y extraordinaria pregunta: ¿hasta qué punto somos lo que otros hacen
que seamos?, ¿de qué manera algunos individuos nos hacen ser mejores –o peores–
personas? ¿No les ha ocurrido, dentro de unos márgenes concretos, que allá
donde un individuo parece pulir doradamente vuestro interior, otro revuelve los
pensares que dan forma a vuestra mente coléricamente? ¿A qué se debe todo ello?
Podríamos aceptar, de acuerdo con la
psicología motivacional o algunas filosofías del sujeto –eminentemente
idealistas–, que toda persona, en tanto que ser independiente y consciente, es
enteramente responsable del cariz de sus pensamientos, emociones y acciones.
Sin intención de sumergirnos demasiado en los debates siempre eternos sobre la condición limítrofe del campo
afectivo-emocional así como de su constituyente dialéctico, la dimensión
cognitivo-mental, es menester considerar la siguiente idea: si bien el pensar y
el accionar del ser humano poseen determinados márgenes de autonomía, es decir,
dependen mayormente del sujeto del cual emanan, también es cierto que los
mismos se ven influenciados por las personas circundantes.
En virtud de lo dicho, podríamos
alegar que el potencial estético, artístico o intelectual de un individuo puede
verse mermado o enriquecido según el haz cognitivo-emocional fraguado entre él
y otro(s) individuo(s). La noticia es, a mi entender, doblemente buena: los
demás tienen la capacidad de sumar o restar cualidades diversas en nosotros
mismos pero, en última instancia, estas cualidades han de residir de una forma u otra en nuestro interior. En otras palabras, a no ser que descubramos
repentinamente en nosotros algún talento oculto gracias a la mayéutica de un
amigo o amiga, la fuerza de las subidas anímicas (crestas) o de las bajadas
(valles) vendrá determinada por cuán alta o baja esté nuestra frecuencia
cognitivo-emocional en la cotidianidad que nos confecciona.
Si de amistades productivas hablamos
las merodeadoras son, con todo ello, cuatro ondas que parecen enriquecerse
potencialmente en distintos niveles y ámbitos. En aras de alimentar las
crestas que nos unen y sobrepasar los valles que puedan resquebrajar los
ánimos, brindo por la amistad como un ingrediente básico –a veces socialmente
descuidado– del caldo de cultivo personal.
¡Ábrase la travesura y vaya volado un
Lumo-abrazo!
JZRP.