INTRODUCCIÓN
El deseo muere automáticamente cuando se logra: fenece
al satisfacerse. El amor, en cambio, es un eterno insatisfecho"
José Ortega y Gasset
A la vuelta, acordamos
no vernos más. No de aquella manera. Se acabarían los encuentros tramadamente casuales
en algún lugar de la playa, los besos a escondidas y las palabras que ardían. Dejar
en Brasil todo lo que había sucedido allí. Lejos. Enterrarlo y olvidarlo. Era
lo mejor.
Ya llevaba tres semanas en casa, con la
rutina de siempre. Deliciosa rutina. También en el trabajo todo continuaba
igual, con la salvedad de aquellas miradas que sentía en la espalda cada vez
que pasaba por su sección o cuando venía a mi zona de trabajo con la excusa de
un inocente café -y esto lo hacía muy a menudo-. Sabía que me buscaba con sus
ojos de gato, que quería contactar conmigo a ese nivel íntimo sin palabras que
habíamos alcanzado en otras tierras menos peligrosas. Pero ahora yo lo evitaba.
Podría decir que lo trataba como a un compañero más, pero lo cierto es que lo
trataba con total indiferencia. Aquellos ojos felinos representaban un riesgo
para mi vida, una pérdida de la cordura que tanto me caracterizaba, y que tanto
descuidé en Brasil.
La tercera semana, como comentaba,
ocurrió una de las cosas que más temía: recibí un mensaje suyo a mi teléfono
privado. "No puedo cumplir" se podía leer en el vacío de mi enorme
pantalla de cristal. Su “no puedo” podía significar dos cosas: o era una
declaración de guerra o un reconocimiento de debilidad. En cualquiera de los
casos me aterraban los límites a los que podía atreverse a llegar con la
bandera de ese “no puedo”. No lo conocía lo suficiente en el plano personal, en
su ambiente cotidiano, como para saber de qué era capaz o qué albergaba su
interpretable mensaje. Nuestra "relación" solo duró el tiempo en
realizar aquel trabajo en el extranjero. Y ni tan siquiera eso. Sólo los huecos
ciegos de apenas dos meses. Pequeños ratos discretos que encontrábamos entre
las horas laborales, las visitas turísticas con nuestro equipo y los descansos.
No sabía hasta qué punto sería capaz de
llegar, y me aterrorizaba que fuera una persona terca o sintiera despecho por
mi actitud.
Decidí no responderle. En cuanto tuviera
oportunidad, cuando me lo encontrara a solas, con gestos neutros, y como hasta
ahora, fríos e indiferentes que no me delataran ante las miradas de aquellos
ávidos de cotilleos, le hablaría claro. Hicimos un trato. Dejarlo todo atrás,
donde tuvo lugar.
La mañana transcurrió con mucha
tranquilidad. Apenas teníamos trabajo, y mis compañeros charlaban sobre las banalidades
de siempre. Esto hizo que tuviera más tiempo para pensar en hipotéticas
reacciones y desenlaces y que mi miedo fuera creciendo con cada situación
funesta que imaginaba. Imaginaba muchas, y cada cual peor
Vino a tomar café a eso de
las 11:30, en el punto álgido de mi congoja. En el ambiente distendido que
reina cuando tenemos una visita en un día sin demasiado trabajo, él se desenvuelve
con soltura. Tiene un no sequé que fascina a todo el que le rodea. Hace bromas,
cuenta historias divertidas, habla con sentido común, y todo el mundo le atiende.
El ambiente se vuelve más alegre -o eso me parece-, todos se animan al
escucharlo. Excepto en esas contadas veces cuando lo que lo caracteriza es todo
lo contrario. Se vuelve apesadumbrado, sombrío y su rostro parece tenso y
hostil. Cualquiera piensa que de un instante a otro puede estallar de furia.
Nunca lo he visto explotar, pero en esos momentos no hay mucha gente que se le
acerque a darle la oportunidad.
Aquella mañana estaba en uno de esos
raros días. Callado y rígido. Yo, al igual que mis compañeros, estaba sentada a
la mesa alta que teníamos en el cafetín, mostrándome lo más serena que podía. Los
taburetes, altos también, dejaban mis pies colgando, y los sentía moverse levemente
con cada uno de los latidos que no esperaban su turno dentro de mi pecho.
Se preparó su café en la máquina Tassimo
con torpeza. Su habitual porte felino se había esfumado. Seguía cada uno de sus
movimientos sin mirarlo. Podía sentir sus pasos largos, rápidos y pesados, buscando
cucharillas, azúcar, servilletas o lo que fuera sin mucho éxito. Lo sentí
quejarse y maldecir por lo bajo justo detrás de mí. Se había quemado las yemas
de los dedos. Los demás seguían hablando, comentando cosas sin demasiada
importancia y parecía que no se percataban de aquel manojo de nervios andante. Se
colocó a mis dos, algo alejado del grupo y apoyándose en el alfeizar de la
puerta comenzó a soplar y a darle pequeños sorbos a su vaso. Yo intentaba aplacar
mis nervios con pensamientos racionales y los disimulaba con mi talante sosegado
de siempre. No obstante, mis vísceras, a las que intentaba calmar, consiguieron
desatar los lazos de mi raciocinio, y durante un instante, un breve instante,
una fuerza más poderosa que mis nervios me giró la cabeza y mis ojos en su
dirección. Me estaba mirando. Directamente. Con tirantez. Atento, como si no
hubiera nada más, tensando el aire que nos separaba, y lleno de palabras que no
comprendía. Nunca lo había visto así, tan agarrotado. Si hubiera sido un gato
de verdad habría tenido las orejas curvas, protegidas, las pupilas dilatadas y
la cabeza enterrada en los hombros en posición de ataque.
No creo que aquel contacto durara más de
un segundo. De verdad, no lo creo. Pero la tensión fue tal que casi me caigo
del taburete. Las palpitaciones me aumentaron y empecé a notar mi habitual calor
en las mejillas y en la frente. Me di la vuelta con el disimulo de prepararme
un té, dándole la espalda a todos los compañeros y escondiendo así mi rostro
delator. Cuando conseguí serenarme volví a girarme, y él ya no estaba. Ni
rastro. No se despidió, no hizo ningún comentario, no dijo su habitual –y no
siempre cierto- "luego vengo". Nada. Simplemente desapareció. Como
hacen los gatos.
No encontré ningún momento para hablar
con él. Ese día estuvo perdido. No quería salir de la oficina y estar
preocupada toda la tarde por lo que fuera capaz de hacer.
A las 15:00 en punto terminaba
nuestro turno. Normalmente a esa hora el hambre me devora, pero aquel día tenía
un nudo de nervios que me impedía sentir cualquier otra cosa que no fuera
pánico. La cola en la puerta era, como siempre, interminable. El protocolo es
fichar y salir por la puerta de seguridad.
Existe una única puerta para el edificio y cada persona tiene su ritmo. De ahí
las colas a la misma hora. En fin.
Cuando me acercaba a la fila, mi corazón
volvió a saltar del susto. En penúltimo lugar estaba él, con los ojos aún
tensos y la mirada inquieta. No se giró ni una sola vez, aunque sé que sabía
que sólo nos separaba una persona -es demasiado observador-. Yo procuraba
mirarle lo menos posible, aunque desde mi sitio lo notaba nervioso. Hasta
que llegó su turno para fichar y salir no pude relajarme un poco. Sin embargo,
mientras empezaba el ciclo de salida de mi compañero, pude ver, a través de los
cristales de la puerta, que se había detenido. Estaba acuclillado, haciendo no
sequé cosa a la altura de sus pies. Quizá algo con sus zapatos. Aunque yo sabía
lo que estaba haciendo realmente: intentando ganar tiempo para esperarme y
"encontrarme casualmente". Maldición. Mi compañero terminó y lo pasó
de largo. Ahora me tocaba a mí y con cada paso que daba mis piernas temblaban y
mi mente intentaba ordenar los pensamientos y las palabras a toda velocidad.
Al llegar a su altura se irguió y me
miró con todo descaro.
-Has recibido mi mensaje- afirmó.
Habló rápido pero con aplomo y claridad. Teníamos que decirnos todo cuanto
antes. No había mucho tiempo, pues de camino al parking seríamos objeto de
miradas fisgonas. Teníamos que cuidarnos especialmente porque desde hacía mucho
tiempo -antes incluso de que comenzara todo este lio- ya éramos objeto de
murmuraciones malévolas. No era de extrañar teniendo en cuenta que desde que
llegué a la empresa fui objeto de su protección. Le caí en gracia desde el principio,
y se puede decir que me apadrinó, buscando siempre las mejores condiciones para
mí, liberándome de ser devorada por víboras y levantando así las
sospechas de los malpensados y las invenciones de los envidiosos. Cuando le
respondí, ya teníamos al siguiente compañero siguiéndonos en la misma
dirección.
-Tienes que dejar de hacer esto. Hicimos
un trato. Cúmplelo, por favor. Nos podemos meter en un buen problema. Y yo lo
paso muy mal.
-¿Lo pasas mal? -¿ironía o sorpresa?
Aquello no lo entendí- ¿En serio quieres dejarlo todo atrás? -al mirarme sentí
toda su fuerza en mí. Ya conocía ese ímpetu suyo en la intimidad, y comencé a
preocuparme seriamente por si alguien lo estuviera viendo. Era tan obvio su
deseo que cualquiera lo hubiera sentido. Y continuó -Sé que no. Esto es muy intenso.
No me había pasado antes. No es normal. Intentar aplacarlo sería un crimen
contra nosotros mismos además de imposible. No puedo. De verdad que no puedo.
-¿Y si te digo que sí que quiero acabar
con esto de una vez por todas qué harás? – Quería saberlo. Quería saber hasta
dónde llegaría. Si era una amenaza o una rendición. Nos acercábamos a mi coche.
El suyo estaba varías filas más adelante. Tendríamos que separarnos en varios
pasos.
Dudó al responder. Abrió la boca y se
contuvo. -Me volveré loco- respondió simplemente.
Las piernas me temblaron aún más.
Aquellos ojos tomaron por un breve instante forma de tristeza gatuna. Se repuso
rápidamente y pretendió seguir hablando, pero ya mis barreras estaban
convertidas en diminutos corpúsculos de arena. Aquella debilidad que sentía
sólo por la variación de sus ojos se hizo poderosa y doblegó cualquier atisbo
de cordura que quedara en mí después de aquel loco viaje.
-Está bien, gato –respondí.
No volví a mirarlo, pero él entendió a
la perfección lo que quise decir. Llamarle gato implicaba muchas cosas. Aquel
apelativo escondía connotaciones que sólo él y yo entendíamos. Connotaciones
que en aquella tierra que pisábamos ahora implicaba peligro. Aquella apuesta
podía haberse tachado de pueril, pero era inevitable.
Me metí en el coche y lo encendí,
recuperando poco a poco la razón y entendiendo -y aceptando- lo que acababa de
suceder. Sonreí ligeramente. Y automáticamente volvió a mí un tipo de remordimiento
en la boca del estómago que había conocido sólo en Brasil. Un remordimiento que
olía a mar, sabía a sal y que variaba según bailaban los ojos de un gato.