viernes, 29 de noviembre de 2013

Instantes...


Saludos cordiales, queridas merodeadoras y, por qué no, merodeadores que por ahí puedan circundar.

En el presente post vengo a traerles un poema que, si bien es convencionalmente atribuido a Borges, puede tener su autoría real en la figura de Don Herold o Nadine Stair, allá por los albores o medianías del s. XX. El poema en cuestión se denomina "instantes", y supone una reflexión amena –pero no por ello carente de profundidad– sobre la condición vital que confecciona las existencias humanas. 



Tal y como el lector podrá divisar, los temas esenciales tratados en el poema conciernen a la veloz temporalidad de la propia existencia, haciendo especial hincapié en las bifurcaciones decisivas que determinan lo que hemos sido y somos. Junto con el texto reflexivo de las "vergüenzas" en este blog escrito no hace mucho tiempo, este poema se torna herramienta de pensamiento fundamental para aquellos que desean hacer de su vida una experiencia valiosa, virtuosa, íntegra. La conclusión en cualquiera de los casos, a mi entender, es la misma: vive de tal forma que esta existencia emerja en ti tan abrumadamente bella que hasta el dolor merezca la pena ser sentido en las entrañas más íntimas de tu ser.

Sin más dilaciones, les dejo con "instantes" en la versión femenina que correspondería, por caso, a Nadine Stair:



Si pudiera vivir nuevamente mi vida, 
en la próxima trataría de cometer más errores. 
No intentaría ser tan perfecta, me relajaría más. 
Sería más tonta de lo que he sido, 
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad. 
Sería menos higiénica. 
Correría más riesgos, 
haría más viajes, 
contemplaría más atardeceres, 
subiría más montañas, nadaría más ríos. 
Iría a más lugares adonde nunca he ido, 
comería más helados y menos habas, 
tendría más problemas reales y menos imaginarios. 

Yo fui una de esas personas que vivió sensata 
y prolíficamente cada minuto de su vida; 
claro que tuve momentos de alegría. 
Pero si pudiera volver atrás trataría 
de tener solamente buenos momentos. 

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, 
sólo de momentos; no te pierdas el ahora. 

Yo era una de esas que nunca 
iban a ninguna parte sin un termómetro, 
una bolsa de agua caliente, 
un paraguas y un paracaídas; 
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviana. 

Si pudiera volver a vivir 
comenzaría a andar descalza a principios 
de la primavera 
y seguiría descalza hasta concluir el otoño. 
Daría más vueltas en calesita, 
contemplaría más amaneceres, 
y jugaría con más niños, 
si tuviera otra vez vida por delante. 

Pero ya ven, tengo 85 años... 
y sé que me estoy muriendo.


*



Por azar o por suerte, por casualidades o causalidades, a nosotras nos resta 60 años, nada más y nada menos, el poema. Aprovechemos con gozo en la medida de lo posible, pues, nuestra juventud.

*

Fuente: Instantes - Poemas de Jorge Luis Borges http://www.poemas-del-alma.com/instantes.htm#ixzz2m2C9zZzN

viernes, 15 de noviembre de 2013

Enseñar las vergüenzas

Hola queridas merodeadoras;

Buceando por el espacio cibernético, encontré un blog –aparentemente feminista– muy interesante en el que se reflexionaba sobre la vergüenza. Resulta que para alcanzar una auténtica liberación es menester reconocer nuestras limitaciones, asperezas, represiones y vergüenzas. De ahí la importancia que, a mi entender, posee este texto. Sin más dilaciones les animo a vivir vuestras vidas desembarazadas de vergüenzas propias o ajenas. 

¡Por una vida libre, pacífica y emancipadora!



<<Me enseñaron la vergüenza.


Me enseñaron a avergonzarme de mi cuerpo, de mis actos, de mis pensamientos.
Me enseñaron que lo que pienso es absurdo, que lo que hago es ridículo, que lo que deseo es sucio.

Y aprendí a no decir lo que pensaba, por vergüenza de que alguien a mi alrededor pensara algo mejor.

Y aprendí a no hacer lo que me apetecía, por vergüenza de que alguien a mi alrededor creyera que era inoportuno.

Y aprendí a no perseguir lo que deseaba, por vergüenza de que alguien a mi alrededor opinara que era inapropiado.

No contenta con someterme a la mirada externa, me plegué también a la vergüenza ajena.

Y aprendí a preguntarle a la vergüenza cómo vestirme, no vaya a ser que alguien pensara que voy buscando gustar, destacar. Y aprendí a escuchar a la vergüenza al desnudarme, no vaya a ser que me sintiera cómoda en mi cuerpo, y me acostumbrara a enseñar(me)lo sin miedo. Y aprendí a consultar con la vergüenza antes de abrir la boca, no vaya a ser que dijera sin filtro lo que me pasa por la cabeza, y se enterara la gente.

Y dejé de bailar, de reír a carcajadas, de rascarme el culo, de preguntar lo que no entiendo, de opinar lo que pienso, de compartir lo que siento, de pedir ayuda, de ponerme faldas, de ir a la playa, de comer o llorar en la calle, de ir sin sujetador, de pintarme, de salir sin pintar, de bajar a la calle despeinada, de usar esa ropa que dicen que no me pega nada, de llamar a quien echo de menos, de tomar la iniciativa, de decir que no, de decir que sí, de quejarme, de vanagloriarme, de estar orgullosa, de admitir que estoy asustada.

Y, a base de sentirme cada día más avergonzada, entendí que mi vergüenza nunca iba a sentirse saciada. Que toda la vida iba a imponerse entre yo y mi representante impostada. Así que busqué a mi sinvergüenza interna. Y le costó salir un poco, le daba vergüenza. Pero acabó sacándome a bailar, haciéndome dúo al cantar, saliendo conmigo a la calle con la cara sin lavar, animándome a hablar, a ignorar las cosas que me deberían avergonzar...

Y ahora no tengo tiempo para sentir vergüenza. Estoy ocupada viviendo.>>


FUENTE de texto: http://www.faktorialila.com/index.php/es/blog/82-faktoria-lila-web/blog/155-ensenar-las-vergueenzas

miércoles, 6 de noviembre de 2013

*pendiente de título*

INTRODUCCIÓN 

El deseo muere automáticamente cuando se logra: fenece
al satisfacerse. El amor, en cambio, es un eterno insatisfecho"

José Ortega y Gasset


A la vuelta, acordamos no vernos más. No de aquella manera. Se acabarían los encuentros tramadamente casuales en algún lugar de la playa, los besos a escondidas y las palabras que ardían. Dejar en Brasil todo lo que había sucedido allí. Lejos. Enterrarlo y olvidarlo. Era lo mejor. 

Ya llevaba tres semanas en casa, con la rutina de siempre. Deliciosa rutina. También en el trabajo todo continuaba igual, con la salvedad de aquellas miradas que sentía en la espalda cada vez que pasaba por su sección o cuando venía a mi zona de trabajo con la excusa de un inocente café -y esto lo hacía muy a menudo-. Sabía que me buscaba con sus ojos de gato, que quería contactar conmigo a ese nivel íntimo sin palabras que habíamos alcanzado en otras tierras menos peligrosas. Pero ahora yo lo evitaba. Podría decir que lo trataba como a un compañero más, pero lo cierto es que lo trataba con total indiferencia. Aquellos ojos felinos representaban un riesgo para mi vida, una pérdida de la cordura que tanto me caracterizaba, y que tanto descuidé en Brasil.

La tercera semana, como comentaba, ocurrió una de las cosas que más temía: recibí un mensaje suyo a mi teléfono privado. "No puedo cumplir" se podía leer en el vacío de mi enorme pantalla de cristal. Su “no puedo” podía significar dos cosas: o era una declaración de guerra o un reconocimiento de debilidad. En cualquiera de los casos me aterraban los límites a los que podía atreverse a llegar con la bandera de ese “no puedo”. No lo conocía lo suficiente en el plano personal, en su ambiente cotidiano, como para saber de qué era capaz o qué albergaba su interpretable mensaje. Nuestra "relación" solo duró el tiempo en realizar aquel trabajo en el extranjero. Y ni tan siquiera eso. Sólo los huecos ciegos de apenas dos meses. Pequeños ratos discretos que encontrábamos entre las horas laborales, las visitas turísticas con nuestro equipo y los descansos.  No sabía hasta qué punto sería capaz de llegar, y me aterrorizaba que fuera una persona terca o sintiera despecho por mi actitud. 

Decidí no responderle. En cuanto tuviera oportunidad, cuando me lo encontrara a solas, con gestos neutros, y como hasta ahora, fríos e indiferentes que no me delataran ante las miradas de aquellos ávidos de cotilleos, le hablaría claro. Hicimos un trato. Dejarlo todo atrás, donde tuvo lugar.

La mañana transcurrió con mucha tranquilidad. Apenas teníamos trabajo, y mis compañeros charlaban sobre las banalidades de siempre. Esto hizo que tuviera más tiempo para pensar en hipotéticas reacciones y desenlaces y que mi miedo fuera creciendo con cada situación funesta que imaginaba. Imaginaba muchas, y cada cual peor  

Vino a tomar café a eso de las 11:30, en el punto álgido de mi congoja. En el ambiente distendido que reina cuando tenemos una visita en un día sin demasiado trabajo, él se desenvuelve con soltura. Tiene un no sequé que fascina a todo el que le rodea. Hace bromas, cuenta historias divertidas, habla con sentido común, y todo el mundo le atiende. El ambiente se vuelve más alegre -o eso me parece-, todos se animan al escucharlo. Excepto en esas contadas veces cuando lo que lo caracteriza es todo lo contrario. Se vuelve apesadumbrado, sombrío y su rostro parece tenso y hostil. Cualquiera piensa que de un instante a otro puede estallar de furia. Nunca lo he visto explotar, pero en esos momentos no hay mucha gente que se le acerque a darle la oportunidad.

Aquella mañana estaba en uno de esos raros días. Callado y rígido. Yo, al igual que mis compañeros, estaba sentada a la mesa alta que teníamos en el cafetín, mostrándome lo más serena que podía. Los taburetes, altos también, dejaban mis pies colgando, y los sentía moverse levemente con cada uno de los latidos que no esperaban su turno dentro de mi pecho.

Se preparó su café en la máquina Tassimo con torpeza. Su habitual porte felino se había esfumado. Seguía cada uno de sus movimientos sin mirarlo. Podía sentir sus pasos largos, rápidos y pesados, buscando cucharillas, azúcar, servilletas o lo que fuera sin mucho éxito. Lo sentí quejarse y maldecir por lo bajo justo detrás de mí. Se había quemado las yemas de los dedos. Los demás seguían hablando, comentando cosas sin demasiada importancia y parecía que no se percataban de aquel manojo de nervios andante. Se colocó a mis dos, algo alejado del grupo y apoyándose en el alfeizar de la puerta comenzó a soplar y a darle pequeños sorbos a su vaso. Yo intentaba aplacar mis nervios con pensamientos racionales y los disimulaba con mi talante sosegado de siempre. No obstante, mis vísceras, a las que intentaba calmar, consiguieron desatar los lazos de mi raciocinio, y durante un instante, un breve instante, una fuerza más poderosa que mis nervios me giró la cabeza y mis ojos en su dirección. Me estaba mirando. Directamente. Con tirantez. Atento, como si no hubiera nada más, tensando el aire que nos separaba, y lleno de palabras que no comprendía. Nunca lo había visto así, tan agarrotado. Si hubiera sido un gato de verdad habría tenido las orejas curvas, protegidas, las pupilas dilatadas y la cabeza enterrada en los hombros en posición de ataque.

No creo que aquel contacto durara más de un segundo. De verdad, no lo creo. Pero la tensión fue tal que casi me caigo del taburete. Las palpitaciones me aumentaron y empecé a notar mi habitual calor en las mejillas y en la frente. Me di la vuelta con el disimulo de prepararme un té, dándole la espalda a todos los compañeros y escondiendo así mi rostro delator. Cuando conseguí serenarme volví a girarme, y él ya no estaba. Ni rastro. No se despidió, no hizo ningún comentario, no dijo su habitual –y no siempre cierto- "luego vengo". Nada. Simplemente desapareció. Como hacen los gatos.

No encontré ningún momento para hablar con él. Ese día estuvo perdido. No quería salir de la oficina y estar preocupada toda la tarde por lo que fuera capaz de hacer. 

A las 15:00 en punto terminaba nuestro turno. Normalmente a esa hora el hambre me devora, pero aquel día tenía un nudo de nervios que me impedía sentir cualquier otra cosa que no fuera pánico. La cola en la puerta era, como siempre, interminable. El protocolo es fichar y  salir por la puerta de seguridad. Existe una única puerta para el edificio y cada persona tiene su ritmo. De ahí las colas a la misma hora. En fin.

Cuando me acercaba a la fila, mi corazón volvió a saltar del susto. En penúltimo lugar estaba él, con los ojos aún tensos y la mirada inquieta. No se giró ni una sola vez, aunque sé que sabía que sólo nos separaba una persona -es demasiado observador-. Yo procuraba mirarle lo menos posible, aunque desde mi sitio lo notaba nervioso. Hasta que llegó su turno para fichar y salir no pude relajarme un poco. Sin embargo, mientras empezaba el ciclo de salida de mi compañero, pude ver, a través de los cristales de la puerta, que se había detenido. Estaba acuclillado, haciendo no sequé cosa a la altura de sus pies. Quizá algo con sus zapatos. Aunque yo sabía lo que estaba haciendo realmente: intentando ganar tiempo para esperarme y "encontrarme casualmente". Maldición. Mi compañero terminó y lo pasó de largo. Ahora me tocaba a mí y con cada paso que daba mis piernas temblaban y mi mente intentaba ordenar los pensamientos y las palabras a toda velocidad.

Al llegar a su altura se irguió y me miró con todo descaro.

-Has recibido mi mensaje- afirmó. Habló rápido pero con aplomo y claridad. Teníamos que decirnos todo cuanto antes. No había mucho tiempo, pues de camino al parking seríamos objeto de miradas fisgonas. Teníamos que cuidarnos especialmente porque desde hacía mucho tiempo -antes incluso de que comenzara todo este lio- ya éramos objeto de murmuraciones malévolas. No era de extrañar teniendo en cuenta que desde que llegué a la empresa fui objeto de su protección. Le caí en gracia desde el principio, y se puede decir que me apadrinó, buscando siempre las mejores condiciones para mí, liberándome de ser devorada por víboras y  levantando así las sospechas de los malpensados y las invenciones de los envidiosos. Cuando le respondí, ya teníamos al siguiente compañero siguiéndonos en la misma dirección.

-Tienes que dejar de hacer esto. Hicimos un trato. Cúmplelo, por favor. Nos podemos meter en un buen problema. Y yo lo paso muy mal.

-¿Lo pasas mal? -¿ironía o sorpresa? Aquello no lo entendí- ¿En serio quieres dejarlo todo atrás? -al mirarme sentí toda su fuerza en mí. Ya conocía ese ímpetu suyo en la intimidad, y comencé a preocuparme seriamente por si alguien lo estuviera viendo. Era tan obvio su deseo que cualquiera lo hubiera sentido. Y continuó -Sé que no. Esto es muy intenso. No me había pasado antes. No es normal. Intentar aplacarlo sería un crimen contra nosotros mismos además de imposible. No puedo. De verdad que no puedo.

-¿Y si te digo que sí que quiero acabar con esto de una vez por todas qué harás? – Quería saberlo. Quería saber hasta dónde llegaría. Si era una amenaza o una rendición. Nos acercábamos a mi coche. El suyo estaba varías filas más adelante. Tendríamos que separarnos en varios pasos.

Dudó al responder. Abrió la boca y se contuvo. -Me volveré loco- respondió simplemente.

Las piernas me temblaron aún más. Aquellos ojos tomaron por un breve instante forma de tristeza gatuna. Se repuso rápidamente y pretendió seguir hablando, pero ya mis barreras estaban convertidas en diminutos corpúsculos de arena. Aquella debilidad que sentía sólo por la variación de sus ojos se hizo poderosa y doblegó cualquier atisbo de cordura que quedara en mí después de aquel loco viaje. 

-Está bien, gato –respondí.

No volví a mirarlo, pero él entendió a la perfección lo que quise decir. Llamarle gato implicaba muchas cosas. Aquel apelativo escondía connotaciones que sólo él y yo entendíamos. Connotaciones que en aquella tierra que pisábamos ahora implicaba peligro. Aquella apuesta podía haberse tachado de pueril, pero era inevitable.

Me metí en el coche y lo encendí, recuperando poco a poco la razón y entendiendo -y aceptando- lo que acababa de suceder. Sonreí ligeramente. Y automáticamente volvió a mí un tipo de remordimiento en la boca del estómago que había conocido sólo en Brasil. Un remordimiento que olía a mar, sabía a sal y que variaba según bailaban los ojos de un gato.