martes, 3 de junio de 2014

¿Hasta cuándo?


En ese momento en que te sientes completamente asombrada por todo lo que no entiendes de la vida es cuando estás más cerca de entenderla.
(Jane Wagner)

Estiman los científicos-astronautas que el universo que habitamos posee más de cien mil millones de galaxias. Repito: ¡más de cien mil millones de galaxias! Difícilmente la mente humana puede concebir tal abrumadora cantidad... ¿Alguna vez se han preguntado qué implicaciones entraña el hecho de hallarnos cual vida inteligente en este singularísimo planeta? ¡Y qué decir de ese ácido nucleico que determina toda forma de vida acontecida! ¿No se torna vuestro vello puntiagudo al saberse frágil ante la inconmensurable sabiduría adherida a una molécula infinitesimal? ¡La vida humana conformada por unas cuantas partículas y subpartículas cuya potencialidad no ha sido desvelada aún! ¿No es todo esto asombroso? ¿No es sorprendente, asimismo, la textura del mar en el roce de nuestra cálida piel?, ¿y no es hermosa ésta, nuestra respiración, que acontece sin que nos demos siquiera cuenta de su devenir diario? Puesto que no deseo abrumarles con tanto cuestionamiento, dejaré a un lado la sublime catarsis encarnada en melodía o pintura surrealista.



Sin duda, nuestra existencia en este mundo integra múltiples y maravillosos interrogantes: éstas y otras consideraciones podrían ser formuladas en aras de ampliar la acentuada brecha que separa nuestro conocimiento de nuestra ignorancia, nuestra vivencia cotidiana de nuestra existencia en el aquí y el ahora. Porque son muchas las razones que nos impelen a vivir bien y tantas otras las que nos impulsan a abandonar todo existir vacuo y nimio, violento o bélico. A lo largo de los periodos varios que hilvanan el tejido de nuestra historia, en rareza hallamos un entorno libre de seres anodinos e inconscientes, seres cuyo tránsito vital se reduce a un mero estar-ahí; dejando a un lado el poder-ser.

Es Martin Heidegger quien estableció una diferenciación ontológica significativa, esto es, la distinción entre los entes y el ser, entre el estar-en y el ser-en. Entendiendo por ente aquel existente siempre referido al mundo fenoménico, sensible y cósico, en otras palabras, los elementos materiales que circundan el espacio, el ser sería definido como la existencia que deviene condición de posibilidad de todo ente. A la hora de establecer la distinción entre el estar-en y el ser-en, el filósofo alemán parece invitarnos a pensar lo siguiente, a saber: mientras que el estar-en, propio de lo cósico, supone vivir sin ningún tipo de actitud existencial, el ser-en sería propio del humano en tanto que ente consciente mediante el cual acaece y se hace presente el ser.

Dada esta distinción entre el estar-en y el ser-en, utilizándola aquí de forma breve y ligera (esperando no arremeter contra ningún supuesto filosófico serio), cabe apuntar si no seremos uno de esos seres humanos que nos comportamos como entes objetuales, dicho de otro modo, como meras cosas en medio de un mundo repleto de ellas. Ciertamente, la tecnocratización de nuestro sistema social y económico parece obnubilar la condición de seres o existentes genuinos, creativos y plurales que somos, reduciendo la multiplicidad humana a una normativa masificadora. ¿Es el contexto sociopolítico en el que vivimos un espacio propicio para fraguar relaciones entre seres humanos que son siendo, existiendo, aconteciendo en el mundo pacíficamente?, ¿o es, por el contrario, nuestro entorno un terreno donde se adoctrinan entes-cosa sin actitud existencial propia, favoreciendo la alienación y el trato violento?



Quizás, si el ser humano actual elevara su mirada más asiduamente hacia las copas de los árboles que configuran el verdadero habitáculo de su existencia, los estilos de vida por él fraguados contendrían una mayor riqueza. Quizá, si detuviéramos nuestros andares para volver nuestra respiración consciente, el cuidado del Planeta Tierra operaría de una forma más bella. Pero sólo quizás… sólo quizá así respetaríamos a toda criatura que es en el mundo.

En multitud de ocasiones, algunas personas que circundan este planeta se atreven (con temeroso deleite) a preguntar cuáles son las causas principales de los advenimientos varios que en la tristeza y la apatía se incuban; preguntan estas causas absorbiendo el humo contaminado de los coches al pasar, ingiriendo una comida repleta de hormonas, colorantes y conservantes o, con suerte, descansando tras una dura jornada de trabajo en la que la necesidad de sobrevivir prima sobre el derecho a vivir libremente. Una cantidad ingente de individuos se cuestiona una y otra vez cuáles serán los agentes causales de su desarraigo psicoemocional: lo hacen mientras se ven incapaces de desligarse de un pasado injusto; articulan sus razonamientos sobre la base de la lucha contra cualquier cosa que contradiga sus más íntimas expectativas. Si supieran que pueden elegir el contenido dominante en sus propias mentes…


En estos momentos de tormenta política y turbulencia social hallo en sucesivos recovecos de esta dimensión espacio-temporal actitudes cargadas por el lastre del rencor, del sufrimiento y, en definitiva, de la violencia. En el amasijo de discursos políticos con el que somos bombardeados diariamente rara vez puede encontrarse un diálogo o ponencia donde la noción de enemigos o contrarios no aparezca. Después, continuamos preguntando con preocupación por qué nuestra sociedad tiende a ser como es: oscura e irrespetuosa; centrada en las cosas y no en los seres. Mientras en el ser humano primen sentimientos de rencor y odio hacia el individuo que tenemos en frente –independientemente de las atrocidades que haya podido acometer–, difícilmente podremos engendrar nuevos espacios dialógicos tolerantes con la diversidad. Con extrañeza parecemos comprender que la violencia sólo engendra violencia; que lo mejor que podemos hacer por nosotros mismos, por nuestros seres queridos y por esa sociedad solidaria que anhelamos, es guardar, cuanto menos, compasión por ese otro ser al que decidimos –por puro juego discursivo– llamar enemigo

Si contempláramos más a menudo las estrellas que titilan sobre nuestras delicadas cabezas, si recordáramos con mayor asiduidad la inminencia de nuestra muerte, quizá seríamos capaces de tomar la radical decisión de no guardar odio a nadie. Así, no olvidaríamos tan a menudo aquella frase que en repleta sapiencia reza: todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo. ¿Hasta cuándo, pues, renegaremos de la importancia que el cambio interior supone para generar un tipo de sociedad más justa, más tolerante y solidaria?, ¿hasta cuándo reduciremos el ser al tener, el humano a la cosa? ¿hasta cuándo seremos capaces de aceptar que, dado el carácter efímero de nuestra vida y la condición mortal de nuestra existencia, sólo la paz nos llevará a forjar relaciones interpersonales más sanas y, por ende, estilos socioeconómicos menos agresivos con la pluralidad cultural?